ÉRASE UNA VEZ EN ……MARSELLA..."DANIEL"...
DANIEL, un tipo alto y desgarbado me observaba ceñudo mientras Monsieur Lagier me presentaba. Se dedicaba a limpiar cristales por toda Marsella y colaboraba estrechamente con el matrimonio Lagier.
Yo habÃa empezado a trabajar para los Lagier limpiando pisos pero ahora tenÃa que limpiar todos los aseos, baños y duchas de una clÃnica de adelgazamiento que se acababa de construir en las afueras de Marsella, en el campo. Lagier me llevaba en coche hasta allà y por la tarde volvÃa a la ciudad en un Citroën renqueante, sucio, oliendo a disolvente, de un pintor vietnamita que durante el trayecto de vuelta nunca abrÃa la boca y tenÃa los labios siempre fruncidos como si le doliera el estómago o tuviera intenciones criminales. Daniel aparecÃa cuando yo terminaba a eso de las seis. Montaba una motocicleta llena de parches y alambres por todas partes y siempre iba con una mochila gris tan vieja que debÃa ser como mÃnimo de algún superviviente de la lÃnea Maginot.
Un dÃa llegó más temprano, me localizó y se sentó a mi lado mientras yo comÃa un pedazo de pan con queso. Él llevaba una tartera y me ofreció media tortilla, medio tomate y un trozo de carne empanada junto con un trago de vino tinto. Era la primera vez que hablábamos desde que Lagier nos presentó y ahora ya no estaba ceñudo, todo lo contrario. Estaba casado con una mujer argelina y tenÃa un chico de ocho años. VivÃa al norte de Marsella, en una zona donde todavÃa quedaban pequeñas casas con higueras y manzanos, donde no llegaban los autobuses y en lugar de carreteras habÃa caminos de tierra llenos de baches y rodeados de matorrales y flores silvestres. A partir de aquel dÃa empezó a llegar antes y comÃamos juntos, siempre de la tartera que su mujer empezó a llenar más de lo habitual y que yo interpreté como una invitación ya que Daniel decÃa que el capitalismo en cualquiera de sus formas y manifestaciones siempre explotaba a los trabajadores, y yo no era una excepción, especialmente cuando se enteró de que llevaba varios meses sin trabajo, sólo lcon as pocas faenas que me daba Lagier. Durante dos semanas estuvimos trabajando juntos: él limpiando los grandes ventanales de las habitaciones y yo los blanquÃsimos aseos y lavabos, comÃamos juntos, sentados en el suelo de linóleo de las habitaciones, y charlamos mucho.
Era el último dÃa en la clÃnica. Daniel me dijo que cuando no trabajara para Lagier podÃa ayudarle a él a limpiar cristales, escaparates, etc. TenÃa una lista de bares y pequeños restaurantes fijos y todos los dÃas hacÃa una ronda y habÃa trabajo para dos. Se lo habÃa comentado a Lagier y éste se habÃa mostrado de acuerdo ya que después de la clÃnica no tenÃa nada más para mÃ. Acepté encantado, me gustaba Daniel, era franco, un buen tipo y Lagier decÃa que era la persona más honrada que conocÃa. Aquella noche en Bois-Luzy, por primera vez desde que estaba allÃ, me comà un filete que la mujer de Daniel le habÃa dado para mÃ. Era tan grande que no cabÃa en las pobres sartenes del albergue que desconocÃan las dimensiones de un buen trozo de ternera, por falta de experiencia, claro. Lo compartà con Frank que a pesar de ser el encargado tampoco no recordaba haber visto nunca un filete de tres dedos de grosor. Sólo estábamos los dos y él aportó una “baguette†que confiscó del estante de Ferdinand, antes que la birlara Abderramán o que se apropiara de ella Gérard que llevaba una temporada de caco de avituallamiento. Media botella de tinto, no quise preguntar de donde procedÃa, nos regó la cena y casi me dolÃan las mandÃbulas de tanto masticar o de lo poco que las habÃa ejercitado últimamente.

Daniel me esperaba en L’Estaque y desde allà fuimos a un bar en Saint Herni. Era el tÃpico bar mediterráneo lleno de gente y de humo, con mesas cuadradas de mármol amarillento y patas negras de metal forjado. Era grande, con un comedor al fondo separado de las mesas de la entrada donde se amontonaban los clientes jugando al dominó y a las cartas por dos columnas entre las cuales se alzaba un mueble lleno de cajones coronado por un espejo enorme. Me presentó al dueño, me dejó dos cubos, uno para el agua y otro con estropajos, bayetas, un bote abrillantador, detergente, y se marchó a otro bar, pasarÃa a recogerme al cabo de una hora. Me subà al mueble. Quedaba a un metro del suelo y desde aquella altura miré a mi alrededor. Los clientes eran los de toda la vida, muchos vivÃan allà y seguramente los que ya no lo hacÃan volvÃan también si no estaban lejos para seguir con sus partidas llenas de gritos, maldiciones, exabrutos, todo envuelto en la neblina azul del tabaco. Puse manos a la obra. Daniel me habÃa dado unas someras instrucciones básicas e intenté hacerlo como me habÃa indicado. El tiempo pasó volando y casi sin darme cuenta Daniel apareció a mi lado para decirme que ya estaba bien y podÃamos marcharnos; ahora tocaba Le Quartier de l’Opéra, un pequeño restaurante que abrirÃa para la cena en un par de horas, allà trabajarÃamos juntos para terminar antes. Daniel se pasó el rato charlando con la dueña, una anciana de pelo blanco con un delantal almidonado y grandes lazos en los hombros y repasando unas vitrinas llenas de grandes cazuelas con pescado en escabeche, patés, alcachofas rellenas con picadillo de carne adobada con finas hierbas, lenguas de ternera con champiñones enteros, mejillones a la marinera, y ostras sobre un lecho de hielo picado y enormes hojas de col. Terminanos a tiempo y nos invitaron a tomar una cerveza y unos mejillones a la marsellesa, es decir, crudos, que se remojan en diversas salsas a gusto del comensal. Mi primer trabajo con Daniel.
Un dÃa Daniel me dijo que tenÃa un pequeño cobertizo en su jardÃn y que si querÃa podÃa ir a vivir con ellos, ya lo habÃa hablado con su mujer y le parecÃa bien, asà no perderÃa tanto tiempo yendo y volviendo de Bois-Luzy que quedaba lejos de allà y como la zona principal de trabajo quedaba más cerca aprovecharÃamos más el tiempo. Me pareció una idea estupenda, tener un sitio para mÃ, en Bois-Luzy era simplemente imposible, ni en los lavabos se estaba tranquilo, era un lujo.
Durante varias semanas recorrà Marsella de bar en bar y de restaurante en restaurante. Algunas veces me tocaban los escaparates de alguna tienda o de un supermercado, pero yo preferÃa los sitios con gente como los bares, llenos de bullicio y el trabajo era más llevadero entre los gritos y las risotadas de los parroquianos, y siempre caÃa alguna cerveza, un vaso de vino, una tapa de pepinillos o mejillones. La mayorÃa de las veces iba solo, ya me conocÃan y habÃa aprendido a limpiar cristaleras y vitrinas como un profesional. Casi nunca volvimos a comer juntos, iba a los lugares más distantes con su motocicleta mientras yo me dedicaba más al centro, recorrà todo el Vieux Port, L’Estaque, La Pointe Rouge, Bonneveine, Pharo, Rabatau, Endoume, Bonpard, Roucas, etc. De hecho, todo estaba lejos de Bois-Luzy, o mejor dicho, Bois-Luzy estaba lejos de cualquier sitio.

ComÃa solo y siempre buscaba un parque o un jardÃn público. Frecuenté lugares como Corbière, La Colline Puget, La Magalone, Des Vestiges, Pharo-Emile, Borély, L’Oasis, Bois-Sacré, etc. Allà engullÃa mis “baguettes†con paté, quesos como el Camembert, Brie de Meaux, Charolais, Gratte Paille, Mimolette, Raclette, Niolo, Pavé d’Auge, Beaufort …. Cerca del puerto habÃa un pequeño supermercado que tenÃa docenas de quesos y yo siempre querÃa probar uno diferente, y durante mucho tiempo fui un cliente asiduo, aunque sólo compraba los económicos; el queso fue mi almuerzo o mi cena durante toda mi estancia en Marsella.
Mi traslado a casa de Daniel se demoraba pero como tenÃa un trabajo estable y unos ingresos mÃnimos, pero seguros, la precariedad que siempre habÃa marcado mi estancia en el albergue, donde Frank tenÃa que dar siempre largas a Tirol, el director, y explicar por qué nos demorábamos tanto en el pago, disminuyó y algún sábado iba a la rue Chapelier y comÃa un buen “cous-cous†en uno de aquellos restaurantes con una simple cortina a guisa de puerta, llenos de moscas y polvo por doquier pero donde la sémola de trigo, el pollo , el cordero y las verduras eran un manjar.
HabÃan transcurrido tres meses y mi traslado parecÃa inminente, pero de repente Daniel desapareció. Ya no me llamaba y un dÃa le pregunté a Lagier si le habÃa pasado algo. No sabÃa nada él tampoco, le habÃa dejado varios recados a Alzima, su mujer, pero no habÃa llamado. Me dijo que tenÃa problemas económicos pero que parecÃa que poco a poco lo iba solucionando, de hecho, llevaban colaborando varios años y Daniel era muy trabajador pero no hablaba a penas de él, era muy reservado. Era cierto, habÃamos hablado muchas veces pero nunca me habÃa contado nada de su vida, sólo pequeños detalles sin demasiada importancia, seguÃa siendo prácticamente un desconocido, aunque era evidente su generosidad y seriedad, y Lagier siempre insistÃa en ello.
Frank me llamó, tenÃa una llamada telefónica, era Lagier. Pensé en que tenÃa algo para mà pero no, no fue asÃ. Daniel se habÃa suicidado. Lagier me lo dijo de repente, como si le costara hablar y sólo haciendo un gran esfuerzo lo habÃa soltado de golpe. Nadie sabÃa lo que habÃa pasado, ni siquiera Alzima que habÃa llamado desolada. Lo habÃa encontrado en el cobertizo del jardÃn, colgado de una viga, sin una nota, nada que explicase la tragedia. Fui rápidamente a la tienda de Lagier. Al entrar me dijo que Alzima acababa de irse con el pequeño Laurent. Salà inmediatamente. Và una mujer completamente de negro con un niño que se cogÃa de ella como si quisiera volver a entrar dentro de la madre y olvidar el presente, se abrazaba a Alzima de tal modo que a veces tropezaban hasta el punto de casi caerse. Me quedé allÃ, en el umbral, viendo como sus figuras oscuras disminuÃan y se reducÃan a la nada en la distancia.

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